Los robos de trenes —grandes o insignificantes— no son algo nuevo en California

Los robos de trenes —grandes o insignificantes— no son algo nuevo en California
LOS ÁNGELES —

Realmente gritaban: “¡Atráquenlos!”. Era verdad que se ataban pañuelos alrededor de la cara y volaban las puertas de los vagones de tren y las cajas fuertes con dinamita (aunque no siempre con los resultados esperados). No es mentira que descarrilaban ferrocarriles para sacar el botín.

La tradición del robo de trenes se volvió tan grande en nuestra historia mítica (Jesse James, Butch Cassidy y la pandilla de Dalton) que lo que está sucediendo ahora en Los Ángeles, con los saqueos a las cargas de Union Pacific, es un atraco sorprendentemente de baja tecnología y al azar en una era en la que es posible hurtar millones con un clic del mouse.

La mutilación de cajas y paquetes a lo largo de las vías del ferrocarril parece la escena del crimen a un trineo de Papa Noel en Nochebuena.

Nota Roja

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Estos delitos suelen pisar los talones a las nuevas tecnologías. Cuando los mineros comenzaron a sacar oro y plata de las colinas y arroyos de California y Nevada, las diligencias que transportaban las mercancías de un lado a otro fueron las primeras en ser detenidas y saqueadas.

Pero los trenes, esos enormes vagones que trasladaban cientos de veces más peso que los caballos, atraían a los delincuentes desde las carreteras hasta las vías ferroviarias.

Parece que el primer robo de este tipo en California fue en 1881. Un grupo, dirigido por un hombre que no había sido bueno como minero de oro, decidió interceptar el botín del metal precioso de otros, en una etapa menos laboriosa. Ocurrió al este de Colfax, en el borde de la Sierra, cerca de la vertiginosa sección del ferrocarril del Cape Horn, en la ladera de la montaña.

La pandilla deliberadamente dañó los rieles, y cuando la locomotora y tal vez otros carros del tren volcaron, entraron con armas. Pero los custodios de los vagones de Wells Fargo y del correo se mantuvieron firmes. Los ladrones se fueron con las manos vacías; los hallaron y juzgaron.

La mejor parte de esta saga, asegura el libro "“Great Train Robberies of the Old West” (Grandes robos de trenes del Lejano Oeste), es que durante el juicio se supo que Wells, Fargo & Co., que no había perdido ni un centavo y se quejó por un enjuiciamiento costoso e implacable, no había pagado impuestos locales en varios años, una suma cercana a los 90.000 dólares.

Esa pequeña pepita de información molestó a los contribuyentes locales algo feroces, porque estaban pagando la factura del juicio de los ladrones chapuceros. Terminaron con dos condenas, dos absoluciones y algunos resentimientos contra Wells Fargo. Sombras de multimillonarios modernos que engañan a las arcas públicas para beneficio propio.

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El Valle Central estuvo plagado de robos de trenes en la última década del siglo XIX. Estos fueron atracos serios, con tiroteos, cadáveres tamizados con balas y explosivos para abrir un camino hacia el alijo de bienes, que no siempre era tan rico como los ladrones esperaban.

Durante un tiempo, dos de los hombres, Chris Evans y un antiguo guardafrenos del ferrocarril del Pacífico Sur agraviado llamado John Sontag, evadieron la ley y adquirieron fama de héroes populares, incluso después de que una enorme cacería humana y un tiroteo acabaran con la vida de Sontag y de dos agentes del orden.

The Times se quejó de que “al ver que un hombre así [Evans] sea considerado por muchos como un héroe, no es de extrañar que numerosos jóvenes prefieran imitarlo en lugar de tratar de hacer un trabajo honesto a cambio de un salario modesto”.

Evans, quien perdió un ojo y un brazo en el tiroteo, escapó de la prisión y fue rastreado hasta su hogar, en Visalia. Al darse cuenta de que el juego había terminado, envió a su hijo pequeño con el sheriff con una nota: “Ven a mi casa sin armas y nadie te hará daño. Quiero hablar contigo”. Él y sus hombres se rindieron debidamente.

En 1893, incluso cuando la pandilla Evans-Sontag estaba prófuga por dinamitar un tren de Southern Pacific (SP) y apropiarse de miles de monedas, la esposa de Evans y su hija adolescente, Eva, aparecían en el escenario en “Evans and Sontag, o, the Visalia Bandits”, una obra mediocre sobre el robo de trenes.

Un reportero del San Francisco Examiner le preguntó a Eva si tenía pánico escénico ante la perspectiva de su actuación. “¿Por qué? No es nada, comparado con vivir la realidad”, respondió.

A principios del siglo XX, el robo de trenes iba camino al estatus de género cinematográfico. Aprovechando los titulares, una película de 12 minutos llamada “The Great Train Robbery” (El gran robo del tren) -la abuela de todas las posteriores realizaciones por el estilo- terminaba espectacularmente, con un actor frente a la cámara que disparaba su arma cuatro, cinco, seis veces a la audiencia. Fue una sensación.

Diez años después, en 1913, cuando el hermano de John Sontag, George, quedó en libertad, anunció su intención de hacer y protagonizar una película sobre el tiroteo mortal de la pandilla con la ley. No existen evidencias de que lo haya hecho, pero fue una propuesta que llamó la atención.

Cabe señalar aquí que South Pacific no era bien visto por los residentes del Valle Central. El ferrocarril era agresivo, tenía prácticas comerciales agudas y había generado especulación de tierras, ganancias y quiebras, dependiendo de dónde pusiera sus vías o decidiera no hacerlo.

Todo esto había llegado a un punto de ebullición sangriento en 1880, en un incidente con un asesinato en Mussel Slough, cerca de Hanford. Después de años muy complicados, a veces turbios, de reclamos de tierras ferroviarias y asentamientos, ocupaciones ilegales, batallas de desalojo y desafíos al poder del tren, el tiroteo de Mussel Slough terminó con la vida de siete hombres, cinco de ellos del grupo de colonos.

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Algunos de los sobrevivientes fueron condenados por cargos federales y pasaron meses en prisión. Después, volvieron a casa como héroes conquistadores.

“¡Recuerden Mussel Slough!” estaba en boca de los granjeros de todo el Valle Central, y el evento adquirió un estatus mítico en la ficción con la muy famosa novela de Frank Norris, “The Octopus”, que en la prosa y en la mente del público consolidó a Southern Pacific como el padre de todos los villanos.

La familia de la esposa de Chris Evans supuestamente había perdido los reclamos de propiedad de Mussel Slough contra Southern Pacific, lo cual podría explicar mucho, incluida la aclamación popular de la pandilla.

Evans juró hasta el final que nunca había cometido los robos y fue puesto en libertad condicional en 1911 por el gobernador Hiram Johnson.

Hablemos de cerrar el círculo: Johnson fue el republicano progresista que promovió las reformas de California como el referéndum, la iniciativa y la destitución, medidas que dieron a los votantes una oportunidad para evitar el control mortal que los ferrocarriles tenían sobre los políticos del estado.

De ese cuento de tragedia griega, pasemos a una ópera cómica: la notoria pandilla de Dalton. Independientemente de su historial de victorias y derrotas en otros lugares, su única incursión en California en el robo de bancos terminó en humillación -la suya- y la muerte -de otro-.

En febrero de 1891, cerca de la ciudad que ahora se llama Earlimart, un trío de Dalton enmascarados a caballo detuvo un tren de SP. Le dispararon al maquinista, y un hermano hizo tiros al aire para mantener a raya a los pasajeros, mientras los otros intentaban obligar al guardia que estaba dentro del vagón a abrir la puerta. En cambio, el custodio comenzó a disparar a través de una mirilla hasta que los ladrones se dieron por vencidos y se marcharon con las manos vacías.

Mucho más cerca de Los Ángeles, una pareja logró dos robos de trenes, uno de ellos en Sun Valley, que entonces llevaba el nombre de Roscoe, y la mejor (y la más improbable) historia es que obtuvo el nombre porque “Roscoe” era en la jerga delincuencial el modo de llamar a una pistola.

Penosamente para la leyenda local, el lugar ya se llamaba “Roscoe” en las noticias de los periódicos. Y éstas brotaron.

En 1893 y un año después, un ladrón de caballos convicto llamado W.H. ‘Kid’ Thompson y un hombre de Big Tujunga llamado Alvarado Johnson, que había perdido su rancho por los altos precios de envío de productos agrícolas de SP, detuvieron dos trenes diferentes, descarrilaron a uno de ellos y los robaron.

La primera vez recaudaron 150 dólares. La segunda, obtuvieron 1.500 dólares en monedas de oro y plata, y eventuales cadenas perpetuas, porque el accidente mató a un bombero del tren y a un vagabundo.

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Thompson logró la realización de un nuevo juicio. Justo antes de que comenzara, envió una carta altisonante a The Times, que una vez había pontificado que “el ahorcamiento de algunos de los forajidos involucrados en este negocio tendría un efecto saludable”. El enjuiciado protestó diciendo que los periódicos “se han esforzado por aplicarme todo tipo de epítetos que me estigmatizan como un asesino in fraganti”.

Cuando se trata del caos que ahora rebrota con los robos a Union Pacific, es bueno mirar hacia atrás, a principios de diciembre de 1902, cuando los angelinos enviaban regalos de Navidad a la costa este por tren, y los más prósperos mandaban joyas, dinero y valores.

The Times no dice cómo terminó el caso contra Charles Ray Spaulding, pero los agentes del orden de Los Ángeles aseguran que era el conductor de un vagón de Wells Fargo tan cargado de riquezas como el tesoro de un pasha, que se dirigía a la estación de Santa Fe para el tren de las 8 p.m., cuando lo venció la curiosidad.

Detuvo su camioneta en Eastlake Park y comenzó a revolver las cajas como un niño en la mañana de Navidad, arrojando los envoltorios de un lado a otro, abriendo sobres con dinero y bienes valiosos, y triturando el libro de registro del conductor con información de los envíos. Aquello que era demasiado pesado para transportar (grandes piezas de plata y equipajes elegantes) quedó atrás cuando Spaulding se fugó.

Durante casi 10 años, el delincuente estuvo desaparecido. Cuando lo encontraron, estaba en la prisión de Sing Sing, en Nueva York. De vuelta en Los Ángeles para el juicio, trató de escapar cortando los barrotes de la ventana de su celda y ocultando los cortes con jabón ennegrecido.

¡Eso era tan de la vieja escuela! Una vez más, a medida que cambió la tecnología monetaria, también lo hizo el delito. En 1904, después de que unos ladrones arrojaran una caja fuerte del vagón expreso de un ferrocarril de SP al norte de San Luis Obispo, un hombre de Wells Fargo de apellido Campbell dudó que hubiera mucho dentro.

“Hubo un tiempo en que casi todos los trenes que atravesaban esta parte del país llevaban en su vagón expreso una buena fortuna en efectivo… Ahora es diferente. Hay otros medios para transportarlo, y uno de los métodos favoritos es simplemente transferir a los bancos”.

Campbell comentó sobre los “cada vez menos frecuentes robos rápidos cada año. Cuando los delincuentes se dan cuenta de que solo obtendrán unos pocos cientos de dólares... dudan antes de correr riesgos que pueden terminar en la escopeta recortada de un mensajero [del ferrocarril] o en una dura sentencia de la Corte”.

Entonces, bajaron la frecuencia. “John Bostick” no buscó una caja fuerte cuando asaltó un tren de SP cerca de El Monte, en 1913, prefirió ir por las riquezas de los pasajeros y mató a un agente encubierto de la empresa, que intentó evitar el robo del anillo de compromiso de una viajera.

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Bostick había perpetrado un crimen similar cerca de Oakland un mes antes y, cuando fue arrestado, llevaba un zafiro de ese atraco y una boleta de empeño para el anillo. Su verdadero nombre era Ralph Fariss, y había cometido fechorías desde que era adolescente y enviado a un reformatorio.

Sus padres enfermos reconocieron su foto en el periódico y emprendieron el viaje para visitar a su hijo en San Quentin, antes de que lo ahorcaran. Fue por respeto a ellos, dijo, que había usado el nombre de un amigo y no el propio. “Será mejor para mi padre y mi madre si lo hago como Bostick y no como Fariss”. Su progenitor, quizá no por casualidad, había sido conductor de SP y perdido una pierna en un accidente.

Pocas semanas después de la ejecución, “un inglés educado” dijo que J.W. Burke había confesado haber asaltado un vagón de correo cerca de la principal estación de tren de Los Ángeles. Para entonces, la vida imitaba a las películas que reproducían la vida. El socio de Burke, descrito por The Times como un “adicto a la cocaína” llamado Jean La Banta y experto en robos de ferrocarriles, le dijo al agente en el vagón: “Róbalos”. Al día siguiente, Barry recibió su parte del botín: 30 dólares.

Tal fue la presión que se ejerció para que una ley igualara el delito que, en 1905, se convirtió en punible con la muerte o asesinar a alguien haciendo descarrilar un tren. Fue esa legislación la que se consideró en Los Ángeles cien años después de que un suicida estacionara su Jeep empapado de gasolina en una vía de Metrolink en Glendale y matara a once personas en el descarrilamiento. Fue declarado culpable de 11 cargos de homicidio, pero no de choque de trenes.

Y ahora, mi confesión: provengo de una familia de ladrones de trenes.

Durante la Depresión, un tío abuelo que trabajaba para el ferrocarril alertaba a mi abuelo cuando un tren de carbón pasaría por la ciudad.

Los dos hijos mayores de mi abuelo, mis tíos, entonces probablemente de 10 y 11 años (mi padre todavía era demasiado joven para esas cosas de la familia) salían apresuradamente una milla o más fuera de la ciudad, subían a bordo del vagón de carbón rodante, arrojaban tantos trozos de carbón como podían, luego bajaban del tren y regresaban más tarde con una carretilla para recoger lo que habían tirado.

Los mantenía calientes durante el invierno. No se preocupen, oficiales, me marcharé en silencio.

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